domingo, 26 de abril de 2015

Ilusionada, desencantada, re-enamorada de (y en) Londres

Estas y otras muchas emociones son las que me despierta esta ciudad… hoy hace un año recién llegaba a Londres por primera vez… y hoy quiero conmemorar ese tiempo; porque justamente mis sentimientos hacia ese bello lugar son la analogía perfecta de lo que pasó en mi vida amorosa. Aunque no daré detalles de mi vida de pareja, los símiles serán un recordatorio de lo que hemos sido en este último año….

Conocer el “Viejo Mundo” fue un ferviente deseo que tuve desde joven, conocer ese otro continente, rico en cultura e historia, antiguo pero moderno a la vez, abierto pero conservador, políglota, diverso… Así que cuando salí de Costa Rica rumbo a Estados Unidos, sabía que este país solo sería mi “lugar de transición”, estaría en New Jersey solo por seis meses para ahorrar algo de dinero, mientras estudiaba en Nueva York y luego me enlistaría en una escuela en Alemania para aprender el idioma, con la esperanza de que alguna puerta se abriera para mí y pudiera quedarme en Europa…

Todo estaba fríamente calculado y planeado, no había opción B, así sería, porque así había decidido que sería… hasta que el Universo se manifestó y me cambió el rumbo de la historia…

Meses antes de dejar mi terruño, ya con el tiquete sin regreso comprado, la vida me abría los ojos hacia una tierra de la que sabía muy poco: Turquía… Tengo que confesar que la busqué en el mapa porque no podía ubicarla muy bien… Exótica, mística, de una belleza que hasta entonces yo no conocía… Esta tierra empezó su conquista y aunque sucumbí a sus encantos, seguí adelante con mis planes, al menos con la primera parte… Cuatro meses después de escuchar la hermosa melodía de su idioma, deleitarme en los deliciosos sabores de su comida, y acurrucarme en lo cálido de su aroma, le agradecí a la vida el haberme devuelto la fe, el abrirme los ojos y mostrarme que SI existen tierras diferentes donde podía morar en paz, con tranquilidad, seguridad y confianza… Aun así, tomé mi boleto de avión, mi poco equipaje y seguí mi plan…

Meses después –y gracias a las bellezas que descubrí al conocer un poco más sobre Turquía- la idea original cambió de Alemania a Londres. Está bien, podía hacer ese cambio, ¡seguía siendo Europa! Además ahora se sumaba otro proyecto, así que la idea sonó perfectamente lógica (¡como si la vida se tratará de lógica! Aún aquí no había aprendido que la “lógica” le pertenece a la mente, y la mente al ego, pero eso cambiaría pronto…). Por lo que trabajé en algo que no me gustaba, en un clima que no me gustaba, en un lugar que no me gustaba, todo con la idea de ahorrar e iniciar una nueva vida juntos… mi nuevo continente y yo…

Solamente la ilusión de este proyecto logró calentar mi alma, que se consumía en uno de los inviernos más duros que había vivido Nueva York en las últimas décadas… Sobreviví seis meses de nieve y frío inclemente, y al fin –un 22 de abril a las 10pm- tomé el avión hacia Londres. ¡Qué emoción! Tanta ilusión -alimentada por la música con letras inentendibles, por clases de idiomas, por fotos descargadas con frecuencia, por la tecnología, por las dulces palabras-, finalmente se materializaba, sería la última vez que llegaría a un aeropuerto sola (al menos, ese era el plan).

A las 7am del día siguiente mis ojos la reconocían y mi corazón saltaba de alegría ante la primera ciudad europea que visitaba… no más nieve, no más soledad, no más… Como una niña ilusionada abordé el metro de Londres, sí, ahí mismo en el aeropuerto abordé un metro –limpio y ordenado- que me llevaría al oeste de la ciudad donde ahora sería parte de una familia, de otra cultura… la base de un comienzo; desde ahí, saldría a recorrer hermosos parques, visitaría museos y edificios históricos, saldría a fotografiar íconos que solo había visto en postales, y caminaría, sí, caminaría mucho, porque eso es lo que hace la gente en las grandes metrópolis del mundo, ¡caminar! Estaba lista. Me había estado preparando para este encuentro por seis meses, había cambiado parte de mis planes por esta vida, había saltado de Berlín a Londres, y estaba lista para vivir con y por ella… Hasta que Londres me desencantó…

La encontré triste, gris, fría, confundida, complicada, ajena, sin vida… Aquella vibrante ciudad que yo albergaba en mi corazón, la que recordaba sin conocer, de la que me había llenado de expectativas (¡error!), simplemente no existía… Era como si el aire primaveral la hubiera consumido en lugar de hacerla florecer, se desvanecía como agua entre mis dedos y no podía traerla de vuelta… ¡Qué desilusión! Jamás imaginé que Londres me hiciera llorar de tristeza, de angustia y desesperanza, no pensé que el proyecto que tanto anhelé se volvería polvo y me quedaría sin nada…

Aun así, intenté ponerle buena cara a sus mañanas oscuras, salía a correr a un pequeño parque tratando de convencerme que esto era lo que había soñado; me subía a sus buses de dos pisos para recorrer sus calles por el carril izquierdo porque a final de cuentas era el viejo mundo, donde las cosas no son como en América (léase el continente ¡por favor!), me tomé fotos frente a los íconos de los que tanto había leído, solo para descubrir que la sonrisa que veía en las fotografías no era mía, era la que suponía debía tener…

No niego que la disfruté, pero no era lo que yo esperaba (otra vez expectativa, ¡error!). Así que mandé la lógica a la porra y escuché a mi corazón, tenía que salir de allí. Esa no era mi vida, estaba viviendo en la ciudad de alguien más, en una realidad que parecía más una película de ficción. Recuerdo caminar hacia la biblioteca y no sentir el suelo bajo mis zapatos, era como si levitara, como si mi espíritu me hubiera abandonado y mi cuerpo físico estuviera en piloto automático. Cada mañana me despertaba para hacer café y darle el buenos días a la vida, solo para descubrir que el café ya estaba hecho y la vida se había esfumado, y allí quedaba yo, con mis zapatos de caminar y mi cámara… Ve a explorar la ciudad, mantente ocupada, no te quedes en casa, a eso viniste ¿no? No. Vine a construir una vida, pero fue obvio que no era el momento.

Así que por primera vez, empecé a darle su lugar a mi intuición. “Mente… ¡callate!, me tenés loca y solo me metés en problemas, ¡cállate! Intuición… hablame por favor, esta vez te voy a escuchar y te voy hacer caso… ¿Qué? ¿Me tengo que ir? Perfecto. Así lo haré.”  Me senté y le hablé a Londres:  “Mira hermosa ciudad, sos todo lo que había imaginado y más, sos única, bella, organizada, diferente… gracias por mostrarme que existen otras realidades, que otra vida es posible, que se puede existir sin automóviles porque el transporte público es estupendo, que la cultura y las artes conviven y sobreviven, me encantás, pero ahorita no puedo compartir con vos, yo estoy lista para vos desde que era adolescente, pero vos no esperabas a esta tica, así que me voy, nos vamos a extrañar pero si la vida nos quiere juntas volveremos a encontrarnos, cuídate y tratá de volver a sonreír…”

Dos semanas después, estaba en el aeropuerto, con Londres en mi corazón, pero sola, (¡otra vez sola en un bendito aeropuerto!); esta vez sin ilusiones, desencantada, sin expectativas (ahhh, ¡hasta que al fin aprendí!). La mitad de mi equipaje se quedaba con mi bella y gris ciudad, la otra mitad se ensuciaría conmigo en India y se regocijaría en Tailandia –esto no lo sabía en ese momento-, y así, Londres me hizo llorar otra vez…

Justamente seis meses, dos países, los Himalayas, playas paradisíacas y un oscuro bronceado después, Londres me recibía de nuevo… Esta vez ninguna sabía qué hacer. En mi peregrinaje por Asia no había internet –ni el interés suficiente- para descargar información sobre el Támesis, sus galerías o el cambio de la guardia real, y honestamente no quise hacerlo. Sabía que la vería fijamente a los ojos pero no sabía si la abrazaría, si ella haría saltar mi corazón o si quedaría impávido ante su triste majestuosidad.

Ese 1º de diciembre, cuando salí de la sala de migración sentí su característico olor a café, la vi rejuvenecida, sonriente… me alegró verla. Pero esta vez sería diferente. Esta vez llevaba un tiquete de regreso a India, así que solo tenía dos semanas para visitar sus museos, sentarme al calor de una chimenea, tomarme una o dos copas de vino con ella, quizá pasar un fin de semana en el campo y sentirla… ver qué me provocaba esta vez. Sin pensar, sin analizar, sin esperar, solo sentir…

Esta vez, fuimos libres, nos desprendimos de lo que “debía ser” y fuimos… Los aires navideños de sus calles me llenaron de sonrisas, el cálido vino con sabor a especias calentó mi alma y los verdes parajes llenos de ovejas hicieron que volviera a sentir el suelo que pisaba. El sur de Inglaterra me regaló la luna llena más espectacular que he visto en mi vida, y ahí me abracé al sonido de su mar, frío en temperatura pero cálido en su belleza.

Londres dejó de ser gris, emergió como el ave fénix, decidida a ser lo que quería ser para mí, la primera ciudad europea que conocería en mi vida, la que me enseñaría la belleza de lo que una vez leí en libros, conjugando mi latinidad con su historia milenaria, dispuesta a tomar mi mano y caminar hacia un nuevo mundo, no el mío ni el de Inglaterra, uno nuevo, solo nuestro.


Y así, un año después de aquella primera vez en Hanwell, puedo decir que ha sido maravilloso re-enamorarme de Londres…



Íconos londinenses
La magia de la Navidad, haciendo magia en mí...

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