miércoles, 25 de febrero de 2015

Bangkok: una ciudad espiritualmente mundana

Llegué a Bangkok un sábado por la mañana, tomé un mototaxi y me aventuré en un viaje que cambiaría la perspectiva de mi vida.

Ya en Khaosan Road, me apresté a probar uno de los platillos típicos de Tailandia -pad thai- aunque reconozco que no fue nada especial... pero sentada en un sencillo restaurante de esta transitada y famosa calle, me di cuenta que nuevamente tenía la libertad de usar pantalones cortos sin alarmar a nadie. Así que regresé al hotel, me cambié de ropa y me fui a explorar los templos cercanos: El Buda Reclinado, el Templo de Esmeralda, Templo del Amanecer, entre muchos otros. Pero claro, ¡a Buda no le gusta que las mujeres muestren sus piernas y hombros! -tal como me dijo uno de los porteros en la entrada de un templo-, así que ataviada en una horrible bata amarilla, le rendí homenaje a un Buda de 15 metros de alto por 43 de largo que -recostado sobre su lado derecho- sonríe mientras recibe a miles de visitantes de todo el mundo.

Participé de ceremonias cargadas de ofrendas de flores, velas, cantos, oraciones y reverencias. Me sentí rodeada de un ambiente espiritual, místico y milenario. Recorrí pasillos altamente decorados y me deleité admirando el detalle de la arquitectura oriental. El olor a incienso me embriagó y el tiempo se detuvo mientras contemplaba las estatuillas de piedra o subía cientos de encumbrados escalones. La espiritualidad y la devoción de los tailandeses me hizo sentir al Buda dentro de mí, me hizo cerrar los ojos y sentir mi luz divina. Me dejé arropar con sus cánticos y rezos, y postrada en el suelo disfruté de sus rituales.



De regreso a la vida mundana, recorrí los comercios callejeros de Bangkok, donde encontré muy buenas ofertas que de todas formas no lograron quebrantar mi apatía por las compras.... Sus vendedores callejeros ofrecen los mejores precios, pero sin ser majaderos. Los bares, llenos de turistas compiten por utilizar los más altos decibeles, y los restaurantes llenan las aceras con menúes cargados de platillos exóticos (al menos el nombre lo es) aunque reconozco que la mejor comida que probé fue la que venden en carritos ambulantes.  El tráfico es pesado, el calor agobiante y sus tiendas atiborradas y desordenadas, pero yo solo quería sumergirme en este nuevo mundo, llenarme de sus colores y formas, sentir mi piel libre de asedios, y vibrar al ritmo de la vida asiática. ¡Ese sábado tuvo 50 horas! Recorrí tanto, comí tanta fruta fresca y vi tanta belleza que me pareció una eternidad.



En Bangkok hasta ir al cine fue toda una experiencia... Después de meses de haber renunciado a la televisión, estar frente a una pantalla me pareció irreal. Pero estar en un "mall" fue aún más raro... Lo que antes formaba parte de mi vida diaria y lo daba por sentado, se me hizo ajeno, incluso extraño... Usar zapatos o pantalones de mezclilla, parecía un asunto de otro planeta... Usar maquillaje se me hizo tedioso... Verme en un espejo antes de salir de casa, me parece innecesario... Usar bolso o cartera pasó a ser historia antigua... Usar cinco cremas distintas para diferentes partes del cuerpo ha sido suplantado por el sencillo, barato y saludable aceite de coco... Y ni qué hablar de pedicure o cortes de cabello regulares, ¡eso sí que es un lujo!

Estar de nuevo en una ciudad me hizo ver cuánto habían cambiado las prioridades en mi vida. Lo que no sabía aún es que me encaminaba a una isla que pondría mi mundo de cabeza, que me ahogaría en su pasión y me desnudaría... ¡Sí, Koh Phanghan hizo de mí lo que quiso... y yo -felizmente-, sucumbí!

jueves, 12 de febrero de 2015

¡Oh Delhi y tu "Vagón solo para Mujeres"!

Cuando descubrí que necesitaba visa para entrar a Tailandia, compré un boleto de autobús para viajar a Nueva Delhi. Afortunadamente, en el curso de Yoga también hice una linda amistad con una chica india que vive allí, así que me ofreció su casa; aunque terminó dándome más que eso... me dio un hogar, comida casera, consejos para sobrevivir en esa loca e intimidante ciudad y me presentó el "Vagón solo para Mujeres", pero eso vendrá después.

Mi viaje de doce horas en autobús sería más cómodo de lo que pensé; a pesar de que no pude dormir, aproveché para leer y escuchar de vez en cuando a una simpática estudiante india de enorme sonrisa y gruesos lentes que me ofrecería cuanta comida tuviera a mano (algo muy tradicional de las personas locales). En el trayecto, el autobús se detuvo en el medio de la nada para comer y utilizar el sanitario, pero en plena madrugada mi estómago no estaba listo para curry, dal o chapati.

Casi al amanecer, mi compañera de viaje me señaló unas montañas... "¿Sabes qué es eso?", me preguntó. "¿Montañas?", me pareció la respuesta lógica y racional ante una pregunta un poco tonta -según mi criterio. "Sí, son montañas enormes que se extienden no solo en altura, sino también por kilómetros cuadrados. ¿Ves bien? Sí son montañas, pero no como las de tu país... son montañas enormes ¡de basura!" ¡Nunca antes había visto tanta basura junta! No supe qué pensar ni qué decir, sentí rabia, tristeza, impotencia... Los occidentales venimos a este lado del mundo a buscar el balance, el equilibrio, a recobrar la consciencia, a buscar el camino hacia la luz, a ser mejores personas, y toda esa idea romántica que tenemos sobre el oriente; pero estar en la cuna del Yoga y ver que sus hijos no son conscientes de sus actos, me hizo chocar con una realidad que no me gustó.

Sin embargo, luego de hablar extensamente sobre el grave problema que representa la basura en India, llegamos a la misma conclusión: los seres humanos seguimos perdidos, ignorantes, presos de nuestra mente que se cree inteligente y no es más que un ágil saboteador. Porque a fin de cuentas, los occidentales no estamos tan lejos de semejante ignorancia... quizá tengamos programas de reciclaje muy eficientes y cada día pululen las fincas orgánicas y autosostenibles, pero seguimos siendo unos retrógrados en términos de amor al prójimo, tolerancia y respeto... pero bueno, ese será otro tema (quizá...).

Pasadas las montañas de desechos, el autobús hizo una parada abrupta en medio de la autopista y en hindi me dijeron que esa era la "estación" donde debía bajarme... Me recibió un par de docenas de conductores de todo tipo de vehículos: automóviles, motocicletas, tuk tuks y bici taxis. Por suerte, mi nueva amiga salió a mi rescate, me haló del brazo y se dispuso a caminar conmigo hacia el mercado tibetano que estaba cerca. Me señaló una entrada en medio de tiendas aún cerradas y me dijo que buscara el templo, ahí estaría segura mientras llegaban por mí...nos despedimos, ella siguió su camino y yo me acomodé en una banqueta frente a un templo atendido por refugiados tibetanos.

Eran las 5:30 de la mañana, el día empezaba a clarear y la batería de mi celular había muerto en el camino... Así que contactar a mi amiga para decirle que ya estaba en Delhi era poco viable, y aunque hubiese podido llamarla no sabía dónde estaba... Casi tres horas y muchos malabares después logramos reunirnos en una estación del metro... ¡Ah qué alegría ver un rostro familiar entre tantos cientos de personas!

Y ahí, con ella, conocí la zona rosada del metro, la "Sala de espera Solo para Mujeres". Me pareció indignante, me sentí como animal de circo que transportan en cajas "especiales"...mi mujer feminista salió a flote: "¿acaso soy de calidad inferior a los hombres?, ¿por qué debemos viajar separadas?, ¿somos de una "especie" distinta? ¡No! me rehúso, yo soy un ser humano igual y por tanto no tengo porque viajar separada del resto". Mi amiga escuchó pacientemente los aullidos de esta gata herida, y solo se limitó a decir: "Créeme, es mejor así. Pronto me lo vas a agradecer."

El calor era insoportable, llegaba a más de 45 grados y yo debía cubrirme el cuerpo, sabía que no era por mandatos de respeto religioso, sino por evitar las miradas lascivas... eso lo sabía en mi mente, pero no lo entendí hasta que llegó el metro... y luego de ver pasar varios vagones cargados de hombres, miré a mi amiga y solo pude decirle: "Gracias..."

No quiero alarmar a nadie ni ser extremista, claro que se puede viajar -¡y sobrevivir- sola en las grandes ciudades de India, pero tampoco se puede negar que la energía que emana de su población masculina puede ser amenazante, avasalladora e inquietante. Así que a partir de ese momento, disfrute la compañía de la colorida paleta de saris que se atiborraban en las áreas rosadas del metro.

Así, y ataviada en pantalones y camisas con mangas, me dispuse a enfrentarme a una India diferente, salvaje, ruda, compulsa y fuerte. Me enfrenté a su calor inclemente y a sus hombres. Me enfrenté a mis perjuicios y caminé sola por sus calles. Escondida detrás de mis lentes oscuros disfruté de sus encantos. Comí delicias típicas del sur, visité templos con formas de flores (el Templo de Flor de Loto), recorrí sus mercados llenos de cuanto "chunche" brillante y colorido se pueda confeccionar, regateé como una local (¡y obtuve descuentos buenísimos!); pero lo mejor de todo, lo más impresionante de esta visita lo viví en el Taj Mahal... No hay fotos ni historias que describan la magnificencia de este lugar... todo el agravio que pude sentir en Delhi, se desvaneció ante este monstruo de la arquitectura, ante este regalo de amor, ante este derroche de lujo.

Si ahí, en ese lugar, se conjugan perfectamente las polaridades de un país lleno de cultura e historia, que -al menos desde afuera- parece vivir sumido en la basura de su inconsciencia colectiva...


sábado, 7 de febrero de 2015

¿Atrapada en la lluvia? ¡Oh no lo creo!

Con maletas en la espalda -cargadas de dolores de rodillas, frías madrugadas y un papel que me llamaba "Profesora de Yoga"- me dispuse a abandonar las montañas de Bhagsu. Mi próximo destino sería una isla perdida en la inmensidad de un océano que nunca había escuchado mencionar. Pero antes... Nueva Delhi...

Mi plan original era pasar dos meses en India y luego regresar a Inglaterra para intentarlo de nuevo, con nuevas fuerzas, con proyectos diferentes, quizá en otra ciudad que no fuera Londres, iniciar una vida de pareja (la que habíamos postergado ya por tanto tiempo); pero pronto entendería que cuando decidí confiar (bueno, la confianza vino después... empecé desafiando y demandando ante mi incompetencia) en que el Ser Supremo me vestiría y alimentaría como lo hace con los pájaros, lo primero que debía soltar era mi necedad de hacer planes.

Antes de terminar mi primer mes en el norte de India, comprendí que no sería posible quedarme. Justo empezaba la temporada baja en todo el país: en el área donde estaba pronto llegaría la época conocida como Monsoon (término utilizado para describir fuertes vientos que soplan desde la Bahía de Bengala y el Mar Arábigo hacia el suroeste, trayendo consigo enormes cantidades de lluvia a la zona); mientras que en el sur las temperaturas se elevarían por encima de los 35 grados con la adición de las lluvias. Con este panorama, el país entraría pronto en estado de hibernación, la gran mayoría de comercios, principalmente las escuelas y estudios de yoga, estarían cerrados, los turistas desaparecían de las atiborradas calles y solo los locales tratarían de mantenerse a flote mientras esperan con ansías el regreso de la temporada seca.

No había razón para quedarme a sufrir estas inclemencias climáticas, sin trabajo, sin dinero, sin nada que hacer. A pesar de tener una preciada visa con seis meses de validez, el agente migratorio de apellido Monsoon me negaba mi estadía en India y me pateaba fuera de sus fronteras.

Una tarde, durante un almuerzo, escuché a una de las chicas hablar del lugar donde vivía. Recordé que cuando la conocí no entendí para nada el nombre del lugar, pero pensé que quizá su fuerte acento italiano había impedido que comprendiera su inglés. Así que ese día -al no entender por segunda vez- le pregunté dónde exactamente vivía, en esta ocasión entendí... Koh Phanghan, pero tampoco me sirvió de mucho. Así que ante el signo de interrogación en mi cara, pronunció alto y fuerte: ¡Tailandia!

¡Ah, ahora sí! al menos del país si había escuchado mencionar. La oí hablar de las hermosas playas, los cursos de Yoga, las escuelas donde podría ir a trabajar, los cocos y los atardeceres. Y ahí, sin ton ni son, le solté la pregunta que me llevaría a mi redescubrimiento: ¿Crees que me pueda ir con vos para donde sea que quede tu casa? Ahí, al lado de una compañera de clase, a la que tenía 3 semanas de conocer, decidí comprar un boleto de avión -de una sola vía, sin retorno- para un lugar completamente extraño.

Viajaríamos dos semanas después de ese día, primero pasaríamos dos días en Bangkok y luego rumbo a Koh Phanghan. Mi alma tenía paz, ya no tendría que quedarme en la calurosa y lluviosa India a compartir con las vacas, daría un paso más hacia el Este, me adentraría más en el corazón del maravilloso Oriente. Todo estaba listo: boleto, hotel, lugares y templos que visitar; solo pasaba los días a la espera de terminar mi entrenamiento, tomar mi certificado y enrumbarme al paraíso.

Pero claro, estaba en India, no podía ser tan fácil, ¡oh no! Si algo se puede complicar, ¡de seguro en India se complica!

Una mañana, mientras trataba de asimilar nombres de músculos y huesos, mi ángel guardián me habló al oído: "¿Y no será que necesitas visa para entrar a Tailandia? ¡Tu amiga es italiana pero vos sos tica! ¿Estás segura que al llegar a Bangkok tomarán tu pasaporte azul y le pondrán una "visa de llegada?" ¡Oh por Dios! Es cierto. Tengo un pasaporte azul y no color vino como el de mi amiga. Solo quedaban unos días para tomar el vuelo y yo no sabía si mi nacionalidad tica sería recibida como la italiana. Corrí al primer café internet que tenía cerca (bueno, solo habían dos en el pueblo), y efectivamente, solo 48 países obtienen la "visa de llegada" en Tailandia y mi amada Costa Rica no está en la lista.

Dos horas y varias llamadas después sabía lo que tenía que hacer: viajar a Delhi en cuanto terminaran mis clases, correr a la oficina de migración de Tailandia, presentar los documentos y esperar que las estrellas se alinearan a mi favor para que la visa estuviera lista en 48 horas, recoger mi pasaporte de camino al aeropuerto, pasar la tediosa revisión de seguridad india y llegar a tiempo al último vuelo del día rumbo a Bangkok, ¡sencillo! ¿O tal vez no?



Últimos días en Bhagsu...

Celebrando mi cumpleaños con mis queridas amigas Karen, de India y Clelia de Italia

Certificada como profesora de Yoga


Cena de graduación

La ruta para llegar al pueblo aledaño... ¡por media montaña!

Aprendiendo macramé... matizada con el olor a hachís y 300 tazas de chai